Saúl Ibargoyen Islas, escriba total
(Montevideo, 1930-2019)
Decir que Saúl falleció parece una torpe palabra, fallecer no es lo mismo que morir, como tampoco lo es dejar de existir. Saúl Ibargoyen es un poeta, existe su poesía en sus más de cincuenta títulos que no tiene caso enlistar ahora. No todos ellos estarán disponibles, aunque muchos en mi biblioteca y en la de muchos seguidores, pero un poeta sigue existiendo en la elección de sus palabras, en su personal modo de decir poesía, en sus actos que muestran que es poeta porque arrastra consigo la poesía de toda la vida.
Su escritura no es solo poesía, ha escrito ensayos, teatro, traducciones, cuentos y novelas, ha prologado y colaborado en la construcción de numerosas bibliotecas y libros a partir de sus talleres literarios, su trabajo editorial y periodístico, así como en su docencia permanente en la literatura, y en su nombramiento académico. Ha sido sindicalista y presidente de asociaciones de escritores, ha realizado análisis políticos en un empecinado recorrido por distintos pueblos y territorios. Luchador, revolucionario, podemos usar varios adjetivos, pero es un poeta.
Según Ángel Rama pertenece a la “generación de la crisis”, lo que implica otras palabras equívocas: generación, ¿de los 50 o 60?, crisis, ¿económica, política? Esto para ubicar a Ibargoyen en un momento histórico donde surgió, pero no sitúa al poeta como ser social, como persona en el mundo, no solo de la palabra sino de la acción en su larga existencia. Tampoco lo ubican sus premios ni reconocimientos en varios países, ni los numerosos idiomas en que ha sido traducido.
Por eso apelo a mis recuerdos saulianos para nombrarlo, aun cuando los velos invisibles distorsionen las distancias del exilio, se confundan las fronteras y se borren los círculos de los tiempos, pero nos acercan a otras cálidas miradas, aquellas que son parte de los encuentros.
Cuando la dictadura me expulsó a México no fue fácil encontrar trabajo
en mi profesión, por lo cual apunté hacia la escritura para sobrevivir. Fue entonces que re-conocí a Saúl, allí exiliado, al que ya conocía por sus primeros libros. El escriba, enjugando mis literales lágrimas, me auxilió llevándome a la revista Plural de donde era secretario de redacción, y allí trabajé varios años con él como correctora y redactora de la revista mientras procuraba ordenar mis papeles de migración, que nunca logré corregir, ni en los trámites del alma.
Fue en ese país donde escribí mis primeros libros inéditos, los cuales leíamos con Saúl en voz alta en las cantinas junto a otros compañeros y compañeras de la revista, entre tequilas con sangrita y chicharrón. Allí, el maestro Ibargoyen me daba sus lecciones improvisadas, de las que aprendí a beber y a resistir las crudas resacas del día después, así como acompañar sus caídas.
Éramos implacables en las críticas de nuestros textos, ritmos, consonancias, acentos, nada impedía que termináramos discutiendo de tal modo que llamaba la atención de los parroquianos, en su mayoría hombres, que frecuentaban esos lugares populares del entorno de los periódicos del DF, a pasos de Reforma, hoy lugar del Excélsior en un edificio muy distinto de aquellas viejas oficinas donde habitábamos, y que el terremoto del 85 fracturó.
Y todo esto no era más que un vínculo fraterno, una forma de conjurar por el lenguaje el dolor del exilio, ese que nos llevaba a él y a mí a probar todos los licores en aras de extender nuestra cultura alcohólica, como le decíamos graciosamente. Un modo torpe que pudimos superar a lo largo del proceso productivo de la creación.
A nuestro regreso, yo huyendo del terremoto en el 86, él en fecha posterior, nos dedicamos a trabajar por la refundación de una asociación de escritores y después en los comités de escritores del FA. Nos unían dos países, México, que para él sería su lugar definitivo de adopción, para mí una nueva etapa en la vida uruguaya, siempre en búsquedas compartidas de mundos posibles.
No quiero decir que Saúl murió, con su figura de Quijote, su voz de erotismo y combate, su seducción filosa, su filosofía cada vez menos materialista, y menos condescendiente. No quiero decir que sí fue un hombre de palabra, muy duro pero tímidamente blando en su interior, tal vez con un esquema de hombre nuevo que ya no tiene cabida en este mundo tan lejos de aquel. No quiero decir que ya no lo veré, cuando llegue en el verano, para discutir significados o desencontrarnos en los boliches parecidos al Sorocabana.
Quiero decir que cuando se va un hombre solidario no hay crítica que lo derribe ni tiempo que lo entierre. Que las palabras muerte y nunca no caben en este día, porque “nuestra memoria no será una hija inesperada del olvido, un difuso naufragio del dolor”, será una poesía cabalgando entre los cerros con adarga y lanza, y un ladrido rebelde cruzando océanos hasta llegar al país de los sueños. Allí nos volveremos a encontrar entre tantos.
Melba Guariglia